Todo pasa, nada se queda, salvo que lo retenga. Todo pasa, o por lo menos está llamado a pasar, a avanzar, como las nubes en el cielo que lo ponen gris, para luego, empujadas por el viento, a su ritmo y a su tiempo, dejar ver un fondo azul, que también ha de pasar. Nada está de alguna forma hecho para quedarse, para estancarse. Todo fluye, cambia, deja de ser para dar paso a algo diferente, que también pasará. Y en todo
esto hay sentido. Estoy hablando de mí. Tan doloroso y angustiante me es lo que es en este instante, que huyo o peleo para no sentirlo, para que no me ocurra, para que no me pase… ¡cuando ya me está ocurriendo! ¡Qué tenaz gasto de energía!, que me agoto y me añado más frustración a mi frustración y más dolor a mi dolor. ¡Qué innecesario! Como un autoengaño respecto a una verdad inevitable a mi consciencia. Me pregunto sin poder huirme: ¿Qué me cuesta tanto aceptar?
Mi pena pasará, si me permito apenarme. Mi angustia pasará, si me permito angustiarme. Precisamente la palabra misma me enseña su sentido: pasar. Me pregunto: ¿qué es esto que me está pasando? Pero, ¿me está pasando o se ha estancado? Y si es así, ¿cómo lo estoy estancando? Así, dialogando conmigo mismo me descubro poniendo un dique al a veces turbulento y desesperante rio que es mi vida. ¿Qué es esto que tanto interrumpo en mí? ¿Cómo lo hago? Es más, ¿para qué lo hago? ¿Acaso estoy huyendo o peleándome con mi propia existencia? ¡Así es! No quiero vivir todo lo que me trae la vida. Quiero ser un engreído del destino y solo acoger lo que me agrada, lo que me regocija. Y deseo con todo mí ser que todo lo que me toque vivir sea como yo quiero que sea. Pero el precio que tengo que pagar con tal actitud es no ser yo, y con esto no ser libre, porque no soy responsable. Y ese es un precio muy, muy grande. Es no vivir mi vida. Entonces, ¿qué vida quiero vivir?, si solo tengo la mía. Me alegra, me duele, me da cólera, me angustia. Y yo en el centro, sintiendo. Esta vez ya abrí la puerta y he visto, me he visto. Ahora sé. Y aunque vuelva a cerrar la puerta no hay escape. Es un punto de no retorno.
Descubrir mi sufrimiento innecesario y mi inautenticidad me mueven a verme a la cara, a confrontarme y apropiarme de aquello que es en mi vida ahora. Quiero dejar de huir, de luchar o de hacerme el muerto. Siento miedo, pero así es esto. Solo en mi protagonismo y en la dignidad de ser genuino está el sentido a encontrar, al mirar hacia afuera, directo. ¡Ahhh que angustiante momento!, es este en el que me acepto.
Alejandro Salomón Paredes
