Día a día mi labor consiste en ayudar a otras personas a asumir la propiedad de sus vidas. A aceptar que depende de cada una la respuesta ante lo que le pasa. Ver cara a cara a la angustia que le toca y que incluso le es necesaria, aunque sea tan difícil de sobrellevar. Hoy es uno de esos días donde soy yo quien pasa por eso, por esta sensación de inevitable responsabilidad frente a un límite que mi vida me está imponiendo. Es la sensación de saberme dueño de mi momento, aunque me sienta en el fondo del hoyo, aunque me sienta incompleto más que nunca, con todo este vacío que se me vuelve figura. Hoy soy yo quien siento – más que en un día común – esta angustia. ¡Y qué terrible sentimiento! ¡Qué ganas tan grandes de que esto no me esté sucediendo!
Entrampado entre la sensación de “shock” y el trance hacia la amargura, me animo a mirar mis expectativas moribundas. Y las miro con tristeza, como queriendo volver atrás o cambiar el destino de alguna forma y que esto no esté pasándome. Pero sé que es imposible. Por eso me decido a darme este permiso, de sentirme tan triste, con tantas lágrimas, con tanta desdicha, con un golpe doliente en la pared. Es mi momento y espero me quieran comprender. Hoy no estoy para hacerlo yo, ni siquiera conmigo mismo. Hoy no acepto todo esto que me carcome, esto que no es como yo quería que fuera. Hoy no se qué hacer. Y precisamente esta es mi angustia, que me refriega en la cara que nadie más decidirá sobre esto por mí. Hoy me siento tan solo, y la soledad es testigo de mi responsabilidad, y también lo es esta conciencia nublada que hoy parece no captar ningún valor, y desde donde solo se que quisiera desaparecer. Pero, como dice Jean Paul, estoy condenado a ser libre.
Hoy reniego de lo que me pasa, hoy me entrego a dar vueltas en mi cama sin saber qué hacer. Hoy mi fe en que todo esto que me ocurre tiene un sentido es una velita prendida en medio de la nada, que casi no ilumina, pero que ahí está. Hoy la angustia me toca a mí.
Alejandro Salomón Paredes