Vino una persona a consulta, una joven. El colega que la derivó conmigo me alerta por teléfono: “es diagnosticada como borderline”. Un frio recorre mi cuerpo. Un ligero temblor sacude mi voz… ¡Es la lapidaria etiqueta sobre su ser lo que me asusta!, más que su condición. Al dialogar con ella, me muestra un semblante decaído, donde, según me refiere, predomina la depresión. La muerte ha estado en sus intentos un par de veces, infructuosamente. Al preguntarle si siente que su vida tiene algún sentido, me responde con un triste “no”. No hay motivos para vivir. Nada la hace feliz. Todo lo que comienza lo deja a medias, como confirmando lo que ella cree saber de sí. Hay un profundo “soy así” con el que se define. Y bueno, cada vez que alguien me viene con un “soy así” me preocupo, espero me entiendan.
Empieza a llorar. Es el desconsuelo de la soledad, de la lejanía del hogar y la familia en la provincia. Vino a la capital para estudiar y lograr una mejor vida. La marihuana ocupa ahora un lugar en su día a día, acompañándola y dopándola para no caer en la angustia de sentirse sola, ni en la pena de sentirse poco valiosa. Estudia psicología, bueno estudiaba, pues la retiraron de la universidad por bajo rendimiento. Luego me confirma que no se trató de falta de capacidad, sino que no iba a clases, para no sentirse una extraña en medio de normales. La preferencia la tiene entonces su siempre destendida cama y su cuarto de cortinas cerradas. Me cuenta que no soporta a nadie, trata mal a los pocos amigos que tiene, es muy irritable, muy impaciente, muy “intensa”. Curiosamente nadie parece soportarla cuando está siendo de esa forma. ¿Tendrá esto que ver con sentirse tan sola?
Bueno, ¡basta ya de lo enfermo!, me digo a mi mismo en silencio mientras ella me mira. Aquí hay gato encerrado. Hay algo que no le termino de creer. ¿Cómo es que si no hay motivos para vivir ella sigue viva? Así que le suelto la pregunta frankleana por excelencia: ¿cómo es que estás viva en este momento?, ¡pues yo no estoy hablando con un muerto! ¿Cómo es que estás decidiendo seguir viva? Y me dice que sigue viva por su madre, porque esta sufriría mucho si se suicidara. Que si su madre no existiese ya se habría matado. Qué raro. Hace un rato me dijo que no había motivos para vivir y ahora esto. Su madre parece ser motivo suficiente para seguir viviendo. Es buen momento para señalárselo. Lo hago y me mira aturdida, como descubriendo lo que ya estaba ahí y no veía. Y de nuevo arremeto, porque acá hay algo que no me cuadra. Sospecho que no está diciéndome todo, que hay una verdad escondida por ahí entre su discurso enfermizo. ¿Quieres intentar de nuevo la universidad?, le pregunto con curiosidad. ¡Claro! Me responde casi gritando. ¡Caramba qué susto! Cuánto ímpetu hay en su palabra, que doy un saltito en el mueble, sorprendido. Al verme me dice: “Es que ya te dije, soy muy intensa”. ¿En qué cosas realmente importantes y valiosas para ti podrías usar toda esta intensidad?, le pregunto. Sonríe, y le señalo que noto que es su primera sonrisa de nuestra mañana juntos. La psicología la atrae, para conocerse más respecto a lo que le pasa y para ayudar a otros a quienes les pasa algo así, me dice. Pero no entiendo: ¿cómo es que si no hay ninguna motivación para vivir quiere continuar estudiando psicología y con ese propósito? Estoy cada vez más confuso. Solo atino a decirme para mis adentros: acá hay algo que no le creo.
Me animo y le comento mi confusión: estoy confundido con lo que me dijiste hace rato, de que en tu vida no hay nada que te motive, pues desde hace varios minutos me vienes hablando de aspectos que te motivan a seguir viva y hacia adelante. No me sorprendería que con toda tu “intensidad” me salgas ahora con que hay cosas que te apasionan. Su respuesta inmediata es un ¡sí! cargado de pasión. “Me encanta leer. Y puedo contarle a mi madre por teléfono de lo que tratan los libros, y siento que me escucha, y nos sentimos cercanas. Aunque como te dije, dejo los libros a la mitad, como todo”. Le digo que yo no le pregunté si los termina o no. Prefiero quedarme con que le encanta leer, y la magia que se genera entre ella y su madre.
¿Además, para algo estás aquí, no es así?, le pregunto. ¡Qué motivación más grande puede envolver el hecho de venir a terapia! “Quiero sentirme mejor” me dice. Casi acabando este primer encuentro le digo: creo que hay que revisar eso de que en tu vida no hay nada que le dé sentido, ¿qué opinas tu? Me responde con un animado “creo que sí”. Nuevamente sonríe. El consultorio se ilumina. Algo empieza a cambiar en la atmósfera. Quizá es que ya no estoy tan confuso. La luz que percibo es señal de claridad, creo que para ambos. Le comento emocionado que le quiero obsequiar un libro, ya que le atrae la lectura. Saco de la biblioteca un ejemplar de “El hombre en busca de sentido” (de los varios que suelo guardar para algunas personas en terapia). La tercera sonrisa de la mañana no se hace esperar. Mientras le da una hojeada me dice: “te prometo que lo leeré todo para la próxima semana”. Tu sonrisa y el brillo en tus ojos al ver el libro me bastan, le digo, mientras toco su hombro. Así termina nuestra sesión.
Conclusión: no hay que ser tan crédulos con las cosas que nos cuentan las personas en terapia.
Alejandro Salomón Paredes
Director CPL
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