Algo siempre tiene que morir en mí para que haya un renacer. Algo o alguien valioso tiene que partir, alejarse, dejar de ser en mi vida, para que desde el fondo de mi dolor emerja una luz, a mi ritmo y a mi tiempo. Como el fruto que se cae y se pudre para que la semilla germine y un nuevo ser se asome a la vida. Como la renuncia que precede al salto de fe que es necesario para el cambio en la existencia. Esa renuncia me cuesta y me angustia, me duele, en este instante en que se aleja un sentido de mi vida y a lo lejos se me pierde de vista. Mientras más se aleja más percibo el vacío que me va quedando, porque algo de mí se va con aquello. Y así es. Así ha de ser. Vacío he de sentirme para poder llenar después, lo sé. Voy a caerme hasta el fondo, quedarme en el piso lo que sea necesario y solo eso. Pero pararme ahora no ocupa mi esfuerzo. Nada lo ocupa en realidad. Somos el piso y yo.
Un sentido se va. Algo termina. Algo deja de ser en mi vida. ¡Qué infinito misterio que aun no comprendo hay con todo este dolor! Por lo menos todo esto me hace sentir terriblemente vivo, decisivo. Es mi vida y a mí me está tocando esta adversidad. Me pregunto: ¿qué hago ahora?
Nada, no hago nada. Solo siento. Duelo. No hay nada que hacer. Me viene a la mente el Frankl que sale libre y se estrella con la realidad y con su propio dolor y frustración. Pero esa realidad lo es todo. No hay más. Hace tiempo acepté que la vida es un camino con tramos de alfombra y con tramos de vidrio roto por donde caminaré descalzo, pero siempre que camino sobre el vidrio es como si recién fuera a aceptarlo, como esto que ahora me confronta, me duele y me cuesta tanto asumir como real. Me decido a quitarle la amarra a un bote que con las justas flota, para que parta mar adentro, hasta tristemente ya no verlo.
Con mi futuro tiene que ver mi esperanza en que un nuevo valor renazca desde el espacio vacío. Por esa esperanza es que por un instante, en medio de la congoja, sonrío.
Alejandro Salomón Paredes