Es la clase de logoterapia de los viernes. Mientras trabajo preguntas de diálogo socrático con algunos alumnos, una chica del grupo me confronta con una pregunta. La pregunta es directa, y aunque tiene un tinte de interpretación, me interpela, me inquiere, me invita, resuena en mí. Lo primero que emerge es angustia, miedo. Mi corazón late más rápido. En ese instante en que me parece que todo se pone en cámara lenta me quedo frente a mi mismo… ¿qué hago? Pienso en decirle que en clase hay que respetar los roles y con eso aplastar su intención y mi ansiedad.
Súbitamente me descubro sosteniendo lo que significa para mí mi rol de ese instante: ser el docente, el facilitador, el formador. ¿Qué me angustia? ¿Cómo temo ser visto? ¿Qué no va con el rol de formador? Algo no me estoy permitiendo, me digo, mientras el grupo me mira aun en cámara lenta. De pronto me noto luchando contra mí mismo, contra el momento, contra la angustia que siento, ¡cuando esto es lo que es! Ahí descubro que miro hacia afuera con sesgos, porque no me dejo ver del todo. ¿Cómo estoy viendo hacia afuera, si percibo en este momento a los alumnos como amenazas? ¿El formador no ha de ser formado en su propia clase? ¡Ajá! Es entonces cuando me arriesgo, y me animo a expresarles mi angustia, que me vean angustiado, confrontado, con una pregunta que resuena y que tomo como un jodido pero amoroso “ven, sal” que me da miedo.
Mientras me expreso me siento emocionado, y la angustia va dando lugar a la euforia de un encuentro más auténtico y cercano. Voy captando el amor en la pregunta de la alumna mientras estoy al centro de las atenciones, expuesto, con el moretón al aire libre, permitiéndome ser tocado. Y me vuelvo a confrontar: ¿qué sentido tiene todo esto si no me permito lo que siento?, que equivale a no permitirme ser quien vengo siendo. Ahí está el grupo, resonando conmigo, abrazándome con miradas brillantes. Y es que al salir un poco más, también yo los he tocado. Me siento más liviano. La cámara lenta ha cesado. Siento a mi vida fluyendo de nuevo a un ritmo más verdadero, más libre, más humano. Ahora mi rol tiene más sentido que antes, gracias a un otro, y a mi angustia. Es el final de la clase, y también yo me abrazo.
Alejandro Salomón Paredes
Director CPL
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